La sangre oscura como la noche hacía del suelo terroso su nuevo nicho. En aquel pedazo olvidado del mundo la luna era la única que veía la escena desde allí montada.
Ella, media desnuda, sudada de tanto correr y llena de arañazos en su piel mestiza, estaba agitada, con el pelo revuelto y pegado a la cara. Estaba petrificada, con tan solo con quince años estaba parada frente al cuerpo casi carente de vida del que fuera su patrón y no hacía más que observar. Ya no era solo miedo lo que la mantenía sujeta al suelo, también había rabia.
Él rondaba los cuarenta años, tenía el cuerpo fofo y blanco, su cabello, de un tono cobrizo común entre los españoles, se hallaba teñido por el oscuro color de su sangre, que, profusa, escapaba del costado izquierdo de su cabeza, manchaba también su hombro y parte de su cuello, pero la mayor parte se iba entre hierbas rebeldes de cerro y tierra. Su erección aún era evidente cuando su entrecortada respiración cesó para siempre.
Ella había querido matarlo. No se arrepentía de lo hecho.
Cuando él se abalanzó con sus manos hacia sus pechos ella no lo detuvo, a pesar de casi sentir en ellas el látigo con el que, esa misma tarde, había castigado a su padre. Aceptó que la apretara tan fuerte que dolía en los costados y dificultaba enormemente su respiración. Calló cuando con brusquedad había hundido dos dedos dentro de ella,casi con rabia lo hacía y no entendía qué tenía que él pudiera odiar. Era el miedo el que la mantenía en silencio noche tras noche y cada vez que él aparecía, moviendose con rapidez e impaciencia, evidenciando su poder sobre ella. Pero cuando el hombre mencionó a su pequeña hermana entre jadeos una furia roja le cortó toda emana de temor, transformó el silenio en ira. Había mirado con violencia en las pupilas al degraciado, y con una brutalidad inesperada para ella misma, le había asestado un golpe a la cara.
Tardó dos segundos en entender que estaba muerta luego de eso y echó a correr cerro arriba. Entre malezas su patrón la había atrapado y por la fuerza había intentado penetrarla.
El maldecía a media voz mientras forcejeaba con los brazos que se hacían delgados entre sus manos, mientras intentaba abrir las piernas de esa "perra mestiza", e intentaba escaparse de un golpe en su propia entrepiernas.
Una roca, a centímetros de su mano, había sido el arma para su defensa. La tomó sin pensar y apostó su vida a poder soltar un segundo la dura amarra de su patrón en su muñeca. Escupió, mordió, pataleó y gritó hasta que por un segundo el hombre cometió el error esperado. Se distrajo para sacarse un escupitajo del ojo y entonces el golpe fue inevitable.
La roca envuelta en su mano fue a dar al costado, por sobre la oreja, y el efecto fue inmediato. Su cuerpo parecía deforme ahora que no había fuerza en él. Cayó con todo su peso sobre la muchacha y la apastó durante unos segundos. Ella forejeó por debajo de él, desesperada, sólo quería escapar. Respiró y tragó tierra mientras se esforzaba por salir. Al volver a respirar el fresco aire nocturno y sentir la brisa del cerro ella lo supo. Nadie podía enterarse de lo sucedido.
En el cielo, la luna era la única que veía la escena.
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